En esta semana me he leído dos novelas totalmente diferentes. «El guardián entre el centeno», del escritor americano J.D. Salinger, y la última obra de Santiago Gil, «El gran amor de Galdós». Sesenta y ocho años separan la publicación de ambas obras. Salinger prácticamente desapareció; he leído que no dejó de escribir, aunque no publicó mucho más que un par de libros de relatos. Esa fue su única novela. Él mismo declaró que «los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida». Salinger narra la historia de un adolescente que no se entiende, que odia más que ama y que busca su lugar en el mundo huyendo hacia adelante. Es un relato arrollador, destructivo. En algunos pasajes me recordó al Galdós que presenta Santiago Gil en su libro, que se convierte en un eremita por causa del amor. Aunque hay una clara diferencia entre los personajes de ambas novelas porque a Pérez Galdós lo mueve el sentimiento profundo, desgarrado, pasional e imposible.
«El gran amor de Galdós» es una novela íntima, una excusa literaria, una radiografía madura del alma, que recomiendo para saborear en silencio y con paciencia. Hay que confiar en Gil y dejarse llevar por su relato. No te va a defraudar. Me atrevo a decir, sin conocerlo y con el riesgo de equivocarme, que Santiago Gil no solo habla de Galdós. Utiliza al personaje para desgranarse poco a poco, con sutileza y sin perjuicios.

Hablando de todo un poco. ¿Qué tal? ¿Cómo se vive por ahí? ¿Es verdad eso que cuentan? Tampoco hace falta que me lo expliques. Tu espérame, pero no insistas en contármelo. Por cierto, yo no suelo rezarle a lo muertos cuando no lo hice en vida, pero contigo, joder, voy a hacer una excepción. Espero que no te importe.
La literatura infantil es sólo eso: literatura, un arte donde las palabras se combinan con belleza. Quizás deberíamos de dejar de preguntarnos para qué sirve, qué sentido tiene o qué intenciones oculta. Quizás los escritores, lo que deberían hacer es escribir, sin más, provocar a quien quiera dejarse hacerlo. El simple hecho de buscar una intencionalidad, de dirigir al lector como si fuera una marioneta, es una manera de perpetuar aquellos estereotipos de los que huimos. Todo debería de pasar con naturalidad y dejar que ocurra sin que esperemos nada.
