26 nov 2020

Cristales rotos en los centros educativos canarios

¿Han calculado cuántas horas pasan los niños y las niñas en una escuela? ¿Han calculado el tiempo que están en su habitación? ¿Deseamos que el dormitorio de nuestros hijos e hijas sea un lugar ordenado, limpio y que invite al juego, al sosiego y al descanso? Daniel Martín reflexiona sobre el estado de los colegios en Canarias


En la década de los 90 se publicó el libro «Arreglando Ventanas Rotas», por George L. Kelling y Catherine Coles, un tratado de sociología urbana. Entre otras premisas, los autores exponían que, en un edificio con una ventana rota, si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio y, si está abandonado, es posible que lo ocupen ellos y que prendan fuego dentro. O si en una acera o una banqueta se acumula algo de basura, pronto más desperdicios se van amontonando; con el tiempo, la gente acaba dejando hasta bolsas de restos de restaurantes de comida rápida.

¿Está ocurriendo en nuestros centros escolares, donde miles de estudiantes de nuestras islas pasan muchas horas al día?

Los colegios dan pena; no se mantienen, se «parchean». No existe un plan de mantenimiento programado y mucho menos un plan de acción en los edificios escolares más vulnerables. Como en todo hay excepciones. Pero basta con visitar los centros. Es así de sencillo.

En los centros de Educación Primaria, son los directores y directoras de los colegios los que deben comunicar a los ayuntamientos cualquier anomalía o desperfecto que se produce en el recinto escolar y, en algunos casos, se les pide una evaluación previa, sin ser técnicos en la materia.

La realidad es que desde que han ido desapareciendo los empleados de los ayuntamientos en los centros escolares que guardaban y vigilaban el inmueble, y han sido sustituidos por agentes de seguridad, la situación estructural de los recintos ha ido a peor.

Posiblemente la solución no sea volver tampoco al punto de partida anterior, pero muchas de las UTE actuales que se encarga de los mantenimientos no llegan y no pueden con todo. En ocasiones, no se no soluciona el problema, sino que se pospone, por lo que se genera un gasto muchísimo mayor a la larga, que en ocasiones deben asumir otras administraciones. Aunque no debemos de olvidarnos: el dinero sale de los mismos bolsillos.

La voluntad política se plasma en los presupuestos, y si no son suficientes con los que actualmente tenemos, debemos aumentarlos.

Nuestros hijos e hijas se merecen estudiar en colegios dignos, en donde las ventanas se abran y cierren bien, donde las persianas funcionen, donde la electricidad no sea un problema, donde no existan humedades, donde las canchas drenen el agua cuando llueve, donde tengamos espacios polivalentes o donde el salón de actos, la biblioteca escolar o el aula de informática no sean un apaño.

Se hace necesario que las administraciones públicas, Ayuntamientos y Gobierno de Canarias, sean capaces de crear sinergias de colaboración y de establecer la coordinación necesaria para que los centros escolares canarios sean los mejores del Estado.

Además, hay espacios que necesitan un plan especial de mantenimiento por su vulnerabilidad, para una mejora conservación y por la riqueza arquitectónica que atesoran.

¿Superarían ahora mismo los centros educativos los controles actualizados en sus instalaciones eléctricas? ¿Se cumple la normativa en las medidas de seguridad y accesibilidad? ¿Qué estamos aprendiendo con la actual situación para corregir errores del pasado y aspirar a tener las mejores instalaciones posibles para nuestro alumnado?

Muchas ventanas rotas quedan aún por reparar.

«Jazz session», un relato de los tantos que componen las palabras para el camino

«Jazz session», un relato de los tantos que componen las palabras para el camino. Por el día de las bibliotecas.

 


Lía empezó a escuchar aquellos ruidos al comienzo de la temporada de lluvias. Así que no le extrañó el repentino crujir del edificio, que protestaba por cada cambio de estación. Inicialmente tampoco le llamó la atención que siempre se produjeran de noche, cuando solo se acostumbraba a oír el lejano y disonante chillido de las gaviotas, al que ya se había habituado hacía siete años, cuando llegó a la isla para trabajar en la biblioteca.

Oyó un afilado gemido y supo que estaban entrando en las salas de lecturas durante la noche. No lo hacían siempre. Las visitas se producían de manera ocasional. Eran dos, porque uno solo no bisbisea, a no ser que estuviera loco, y los tarados en esta isla se tiraban por el acantilado o morían ahogados, pero no entraban a hurtadillas en la única biblioteca del pueblo durante la noche.

Tampoco se atrevió a bajar. Le aterraba lo desconocido, un cuchillo de aire recorría su espalda y dibujaba sobre ella el miedo, que le paralizaba, como cuando me acompañaba a pescar: se le atrofiaban las palabras, se le helaba la lengua, se le encogía el pecho. Lo único que conseguía hacer, era cerrar la puerta por dentro y acurrucarse en la silla, con una manta por encima y una taza caliente de café entre sus manos.

Esa noche lo había preparado. En algunas zonas, los maderos del suelo, con el paso del tiempo y las continuas contracciones, se habían producido pequeñas grietas que le servirían de mirilla. Lo más que podía ocurrir era que se dieran cuenta de que ella los estaba observando. Nada malo le harían: ya lo habrían hecho antes. No faltaba ningún libro. Y todo permanecía igual a la mañana siguiente de como Lía lo había dejado la noche anterior. Así que colocó la alfombra de tal manera que pudiera tenderse sobre ella boca abajo, mirar por el agujero y silenciar sus movimientos.

Eran cerca de la una. Se había quedado dormida. Despertó de repente cuando escuchó como una ventana cedía. Ligeros pasos, murmullos y algunas risas cómplices. Una joven y un muchacho se colaban por el pasillo de la literatura infantil y juvenil.

Le quitó la gorra que dejó caer al suelo y le agarró el pelo; le echó la cabeza hacia atrás y comenzó a besarlo enfuresidamente hasta casi asfixiarlo. Cuando él emitió un quejido, ella separó sus labios y le permitió coger aire, mientras le mordisqueaba el cuello. Él aprovechó ese momento de respiro para meter su mano entre las piernas de la mujer, que separó ligeramente y permitió el paso de los dedos que, cuando tocaron lo que buscaban, la inmovilizó unos segundos; ella cerró los ojos y volvió a lanzarse sobre los labios del muchacho.

Cayeron al suelo y sus cuerpos se ocultaron detrás de la estantería que albergaban las obras de Atanasio de Alejandría, Tomás de Aquino, Karl Rahner y otros teólogos. Lía solo podía ver cómo los pies de los amantes se entrelazaban. Escuchaba pequeños y confusos sonidos que se mezclaban con el contrapunto del alcatraz y el inarmónico canto de la gaviota. Aquel pasional jazz session acabó de repente y se produjo un silencio. La bibliotecaria imaginó un abrazo o una caricia o un beso tibio.

La luz de la luna entraba firme por los grandes ventanales de la planta baja del edificio. Cuando la joven se incorporó, su rostro a contraluz dibujó un perfil inconfundible. Lía sonrió, porque la vida siempre se abría paso en aquel olvidado cacho de tierra, refugio de desheredados que, perseguidos por la soledad, recalaban aquí. Sonrió, porque el amor siempre buscaba una rendija por la que colarse. Sonrió, porque Madrugá, la niña de voz aterciopelada, de mirada tibia, la que siempre llevaba su mano izquierda escondida en el bolsillo del pantalón de lana, ya no lo era. Sonrió, porque se sintió húmeda y supo que el deshielo, por fin, había comenzado por ella y que yo no iba a detenerlo.

 


(Relato extraído del libro «Cinco mil doscientas treinta y nueve palabras para el camino«, publicado por Bilenio Publicaciones con ilustraciones de Álex Falcón)

 

La fotografía del relato de Annie Spratt on Unsplash

 

26 oct 2020

Adelanto de la nueva publicación: «El gran fuego»

Como no sabemos si vamos a poder hacer una presentación como nos gustaría por la actual situación, me atrevo a presentarte por aquí nuestra próxima publicación: «El gran fuego». Es un libro que habla sobre el último incendio que vivió la isla de Gran Canaria y cómo lo vivieron algunos animales horas antes, durante y después del incendio. Estamos trabajando en una web que ahora mismo está en periodo de desarrollo, aunque ya puedes visitar algunos apartados, como por ejemplo, el diccionario botánico: https://elgranfuego.bilenio.com/recursos/diccionario-botanico-2/

Portada del «El gran fuego», de Dácil Velázquez.

También es un libro que tiene mucho que ver con la música. En un momento determinado, los pinos jóvenes que sobrevivieron, cantan a los más viejos…

La interpretación es de Mercedes Emilia Corujo Lafont (voz) y le acompaña José Vicente Pérez Gonzalez al timple y Adrián Niz Cañadas en la guitarra. Ha contado con la coordinación de Florián Ciro Corujo Perdomo y con el ingeniero de sonido Ivanhoe Rodríguez Pérez.

El libro aún no está en las librerías, llegará durante el mes de noviembre. Te informo por si quieres tenerlo en cuenta para tu plan lector o por si quieres que te enseñemos una muestra cuando salga. Si es así, escribe a info@bilenio.com para que la editorial lo tenga en cuenta.

Gracias por leer mis libros y tratarlos siempre con cariño. 

 

 

 

25 oct 2020

Setecientos noventa y nueve alumnos


Te conocí en la Unidad de Cuidados Intensivos. Nos separaban unos metros y una mampara. No te vi. Tampoco yo estaba en condiciones de incorporarme: miraba al techo y te escuchaba. Si no te importa, te voy a llamar Lucía.

Durante una semana estuve oyendo tus lamentaciones que, a modo de contrapunto, acompañaban la melodía inquietante de una orquesta formada por monitores cardiovasculares, medidores de oxígeno, drenajes, sondas pleurales y respiradores. De vez en cuando, en el estribillo de la noche, el goteo de un suero, marcaba el pulso.

Tu voz, Lucía, era firme y radiante. Me sorprendió, mostrabas una energía inusual a pesar de tu edad y de tu estado. En el tiempo en que estuve consciente, no recibiste visitas. Solo el dolor y tus súplicas, pidiendo medicación o algo que beber, resquebrajaban el tono afanado que mostraste en otras ocasiones. Quizás, simplemente, necesitabas acabar con tanta soledad. Te escuché cuando comentaste «no me queda nadie».

Lucía, me contaste que te habías jubilado hacía más de treinta años. Que habías sido maestra; «de las primeras de Educación Infantil», recalcaste. Que no quisiste jubilarte a los sesenta, aunque tenías suficientes cursos de servicio. Que apuraste hasta el final: más de cuarenta años en un aula, dijiste.

Yo hice un cálculo rápido: como mínimo, ochocientos niños y niñas aprendieron contigo.

Yo no te lo quise decir en ese momento, no me parecía lo más apropiado y tampoco soy de los valientes, —ya me empiezas a conocer—, pero aquella sinfonía olía a réquiem y sonaba a gladiolos y claveles. Uno aprende a descifrar los murmullos y miradas del personal sanitario. Y la letra de aquella canción ya estaba escrita y te la dedicaban a ti.

Desde que te dejé en aquel hospital, he querido dibujar tú rostro, Lucía. Te he imaginado en el aula, corriendo detrás de algún alumno y preguntándote al final de cada curso que qué habías hecho para merecerte tanto.

Nadie que no quiera merece morir sola. Y tú no querías. Así que deseo pensar que un chiquillo, de esos ochocientos, te acompañó hasta el último momento, tomando tu mano con decisión, pero sin ejercer ninguna presión, igual que hiciste tú, hace treinta y ocho años atrás, el día que él fue por primera vez al cole, llorando desconsoladamente.

Ya te habrás dado cuenta que aquí nos olvidamos pronto de las heroínas: las enterramos a aplausos. Así que tampoco te preocupes. Todo se andará.

¿Sabes por qué te llamo Lucía? Porque significa dos cosas: «luz» y también «la que nació con la primera luz del día». Ambas acepciones me parecen más que adecuadas, dadas las circunstancias que estamos viviendo. Tú has sido luz y sigues naciendo, con la primera luz del día, cada vez que Mapi, Érika, Alicia, Yazmina, Luli, Rosi, Juana, Mª Nieves, Ana, Verónica, Fátima, Laura, Arminda, Orbe, Mónica, Noelia, Raquel, Rosa Delia, Luz Marina, Inma, Sandra, Lourdes, Hau, Mª del Mar, Marifa, Mayte o Ana, abren la puerta de su aula y reciben con una sonrisa a setecientos noventa y nueve alumnos y alumnas.

Seguro que ellas, también como yo, creen que nadie que no quiera merece morir sola.

 


Imagen de cabecera por William Krause on Unsplash

 

24 oct 2020

«El Tayero» de Pepa Aurora


Según la Academia Canaria de la Lengua, el «mueble u obra de mampostería donde se coloca la talla o el bernegal y generalmente una piedra para destilar el agua», es un tallero. (El «Gran Diccionario del Habla Canaria», de Alfonso ÓShanahan, publicado en 1995 por el Gobierno de Canarias y el C.C.P.C., recoge la acepción «tayero», con y).

En 1987, Pepa Aurora publicaba, coordinaba y escribía el proyecto «El Tayero» con el objetivo, entre otros, de «cultivar la estética del lenguaje» y «acercar al niño —y a la niña—, a su entorno más cercano».

Hace unos días la autora de Gran Canaria, la mujer del sur, la que jugó con las lagartijas en el barranco, la que narró historias de coquitos en Ingenio, la que vivió con las ardillas en Fuerteventura, la hacendosa recuperadora de leyendas y relatos, la que cuenta cuentos y su voz te deja lelo, la que me llamó «chinijo» y me hizo sonreír, la maestra, recibe el premio del Cabildo Insular, con el «Can de Plata a las Artes».

El reconocimiento merecido y tardío a Pepa Aurora es el reconocimiento a la literatura que leen los niños y las niñas que se escribe y edita en Canarias. Es la valoración de la literatura con mayúsculas, producida con sentido y belleza, con delicadeza y pasión, con esfuerzo y dedicación, con cuidado y esmero.

Para escribir literatura infantil y juvenil hay que ser muy honesta con una misma. Y Pepa Aurora lo es cada vez que defiende su habla, su manera de entender la vida y la cultura como espacio de encuentro y transformación y de la educación como medio para llegar al encuentro con la vida.

El tayero destila el agua para que pueda ser consumida. Es lo que nos ha sucedido a muchos de los lectores de los libros de Pepa Aurora: todo queda más claro después, cuando el alma rezuma las páginas de un libro y nace la literatura.

Gracias Pepa.

20 oct 2020

Mariposas negras

Uno de los capítulos más desgarradores del imprescindible libro de Irene Vallejo, «El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo», es la narración de la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo en 1992. Curiosamente, y según cuenta Enric Juliana en La Vanguardia (https://www.lavanguardia.com/politica/20140518/54408044118/hombre-incendio-biblioteca-sarajevo-enric-juliana.html), fue Nikola Koljevic, un profesor de universitario, especializado en la obra de Shakespeare, quién ordenó y dirigió el ataque.

De esa lectura surge este relato: «Mariposas negras». [Descargar archivo]

http://www.danielmartincastellano.com/wp-content/uploads/mariposas-negras.pdf

18 oct 2020

El peligro de comprar libros a tus hijos

A muchos padres y madres les entran unas ganas irrefutables de realizar actividades nuevas con sus hijos e hijas, como por ejemplo llevarle a comprar un libro. Llegado el caso, si culmina la idea, no lo haga de golpe, pues su hijo creerá que está realmente enfermo. Puede aducir lo que desee, pero de verdad, tómeselo con calma.

Primero. Explíquele a su hijo lo que van a hacer. Básicamente se trata de entregar una cantidad de dinero por un objeto realizado con una amasijo de fibras vegetales prensadas, en las que se han podido imprimir dibujos (utilizar el término «ilustraciones» en un primer momento puede ser origen de un shock con severas consecuencias en la adultez de su progenitor) o muchas letras combinadas que, en ocasiones, en muchas más de las que se pueda imaginar, tiene un cierto sentido y nos narra un hecho real o ficticio.

Segundo. No se le ocurra decir expresiones del tipo «el libro es un objeto caro» o «papi y mami se van a gastar mucho dinero». Su vástago podría entrar en conflicto si compara el precio de un libro con lo que usted gastó en el último partido de liga o en probar la última hamburguesa de vaca engordada a base de polietileno, PVC, piensos de materia orgánica sin especificar y hormonas.

Tercero. Cuéntele a su descendiente que el objeto en cuestión requiere tiempo. Que no hay que mojarlo para que crezca de tamaño, ni conectarlo a ningún dispositivo, ni se maneja con un mando, ni se acciona con un dispositivo oculto en algunas de sus páginas. Cuéntele que hay que sentarse, que ya eso requiere un esfuerzo. Cuéntele que puede hacerlo sólo. Cuéntele que no precisa de instrucciones previas ni argumentos extravagantes ni asambleas de padres ni de una tutoría especial. Cuéntele que es así, simple.

Cuarto. Indíquele a su retoño que puede cerrarlo y abrirlo cuanto desee. No se preocupe, él no deducirá esta advertencia como una actitud libertina ni despreocupada por su parte; usted seguirá ejerciendo la responsabilidad que, como padre, le ha sido otorgada. Su retoño no pensará que lo abandona a su suerte. No creerá que nadie le dará las buenas noches ese día. Explíquele que, incluso, puede dejar de utilizarlo en un momento determinado. Usted tranquilo, él no entenderá esta posibilidad de decisión personal como una puerta abierta al pillaje, terrorismo o consumo de sustancias estupefacientes.

Quinto. Adviértale a su heredero que puede escoger el que quiera entre muchos.Que las librerías no son como los conos de papas, que aunque sean todas diferentes saben siempre igual. Y usted descuide, la posibilidad de elegir no va a afectarle a su sistema reproductor.

Sexto. Leer tiene efectos secundarios. Se han descrito degeneraciones importantes en el sistema límbico de los lectores, produciendo alteraciones que conducen a los sujetos hacia emociones placenteras como la alegría, el altruismo o la generosidad. Además, ocasiona un efecto muy peligroso contra el que no se conoce remedio alguno: la ilusión, que es la capacidad de dirigir los sentidos hacia nuestros anhelos más profundos.

Así que ya sabe padre, madre o tutor, hay actividades que pueden ser perjudiciales y debemos saber qué riesgo asumimos.

Dicho queda.

 


Imagen de cabecera de Annie Spratt on Unsplash